Tiempo fuera
Por Héctor Sánchez de la Madrid

Vecinos durante su adolescencia y juventud, Enrique Cárdenas Longoria y Alejandro Vázquez Garfias (+) —vivían por la calle Aquiles Serdán esquina con Maclovio Herrera—, fueron grandes amigos toda su vida y protagonistas de innumerables anécdotas de las cuales les platicaré sólo tres de ellas. Tenían varias coincidencias, las más importantes eran gozar de excelente buen humor y contar con sendos imanes para que les sucedieran situaciones simpáticas.

Muy jovencito, Alejandro se prendó de una hermana de Enrique (hoy señora Patricia Cárdenas de Gálvez) a la que le empezó a llevar gallo a su casa dos o tres veces a la semana, con el violinista “El Susurras” (Jesús González Lugo, homónimo del gobernador de Colima en los albores de los años 50) y el grupo “Los Cantarrecio” que acompañaban al improvisado cantante, de nombre Luis, no pude encontrar su apellido, quien en el día trabajaba en la peluquería sin nombre que se encontraba entre 5 de mayo y Venustiano Carranza.

Las serenatas las llevaba el enamorado frente a las ventanas de dos habitaciones de la casa de la familia Cárdenas Longoria, una de ellas le correspondía a Paty y sus hermanas, y la otra a sus papás, don Enrique Cárdenas Alcaraz y doña Irma Longoria de Cárdenas. Algunos de los gallos los escuchaba la cortejada y fraternas, sin embargo, quienes en realidad se deleitaban con las canciones de amor eran los señores, especialmente don Enrique quien disfrutaba la música romántica que pagaba Alejandro.

Precisamente Luis, el peluquero, quien en una ocasión rifó un taco profesional de billar que se partía en dos, con incrustaciones de concha nácar, que se guardaba en un estuche, Alejandro, a quien le decían “El Gordo”, compró unos boletos y se sacó el sorteo sin saber siquiera jugar billar. Nuestro personaje era entonces un adolescente, estudiante de secundaria. Su amigo del alma, Enrique Cárdenas, dos años mayor, cursaba el bachillerato, lo invitaba a los lugares que él frecuentaba.

Uno de ellos era un billar que había por el barrio Las Amarillas, cerca del bachillerato de la Universidad de Colima, al cual iba Enrique con varios de sus compañeros. La primera vez que Alejandro asistió a ese sitio llegó con su taco profesional guardado en su vistoso estuche, lo abrió y ensambló las dos piezas ante los sorprendidos amigos mayores que él. Cabe puntualizar que como todos los muchachos eran menores de edad les tenían prohibido entrar siquiera a ese lugar de adultos ya no se diga jugar.

A pesar de su corta edad, “El Gordo” se fijó como los bachilleres jugaban “pool” (que consiste en meter las bolas en las buchacas) y cuando apenas iba a hacer el primer tiro, el coime (así se llama al encargado del billar) entró al salón donde se encontraban y les avisó que había llegado la policía, escapando todos disparados como balazo hacia el Río Colima que se encontraba detrás, quedándose únicamente Alejandro, quien fue detenido por los gendarmes. Horas después, mientras los chamacos se tomaban un raspado en “El Jardincito” vieron pasar en la caja de la camioneta de la policía a “El Gordo” sentado en la banca con el estuche del taco en una mano.

Ya de adultos, Alejandro le compró una casa a Francisco Ramos Llerenas, su socio en una carpintería que fabricaba muebles de madera fina que vendían en Colima y en el entonces Distrito Federal. Antes de cerrar el trato “El Gordo” le pidió a su amigo Enrique, que ya era arquitecto, revisara el inmueble, la construcción, el precio y el contrato de compraventa, petición que atendió su amigo de la infancia, quien después de verificar la edificación y los datos le dio el visto bueno y le recomendó que la adquiriera.

A los pocos meses de comprar la casa le empezaron a salir defectos por todos lados, sobre todo en el piso, lo que desde luego contrarió a Alejandro quien comenzó a reclamarle a Enrique el por qué no la había revisado mejor, malestar que fue creciendo con el paso del tiempo, pidiendo el primero que fuera a su propiedad para que la viera y le dijera si podía exigirle al vendedor que le arreglara los desperfectos o se deshiciera el trato, le regresaba la vivienda y le devolviera el dinero que le había entregado.

El reclamo de Vázquez Garfias fue aumentando de intensidad a la vez que los deterioros de la construcción, lo que preocupó a Cárdenas Longoria que no encontraba el espacio y la explicación que tendría que darle a su dilecto amigo el día que lo visitara en su residencia y comprobara los problemas que le habían salido a la casa que le había recomendado después de revisarla. Por fin se animó a llamarle por teléfono y se comprometió a visitarlo en el inmueble para confirmar los daños que le habían salido a la vivienda.

A la hora y día acordados, Enrique se presentó en la residencia de Alejandro, se saludaron un tanto serios, entraron y el último empezó a señalarle las partes del piso que se habían levantado en la entrada y la sala al tiempo que el primero se fijaba y guardaba silencio, pensando en la respuesta que le iba a dar para calmarlo. Al llegar a la cocina el amigo arquitecto vio que la mayoría de las losetas estaban flojas, particularmente frente al refrigerador, increpando Vázquez Garfias a Cárdenas Longoria que no sabía qué decirle.

Al encontrar Enrique una salida al embrollo, le brillaron los ojos y esbozando una sonrisa burlona le preguntó a Alejandro: “¿Cuántos refrescos te tomas al día?”, contestándole “El Gordo”: “¿Qué tiene que ver eso, que te importa?”. Volviendo a interrogar: “¿Cuántas Cocas?”, replicando: “¡25!”. Okay, 25 refrescos al día, ahora dime: “¿Cuántos Gansitos te comes al día?”, respondiendo el interrogado: “¿Otra vez, qué relación hay con que el piso se haya levantado?”, insistiendo: “¿Cuántos Gansitos?”, manifestando el cuestionado: “¡35!”, concluyendo el inquisidor: “¡Gordo”: ¿Cómo quieres que no se levante el piso de la cocina, especialmente frente al refrigerador, si todo el día entras y sales para sacar 25 Cocas y 35 Gansitos? Ahí está la explicación de lo que pasó, atacándose de risa los amigos de toda la vida.